I. Los Pescadores de Nazare

I.      Los Pescadores de Nazare


Pescadores de Nazare
Nazare, Portugal – enero de 1899

El anciano era flaco de carnes, pero todavía caminaba erguido.  Era muy moreno y la calvicie hacia estragos.  Su cara estaba arrugada y curtida.  Portaba y bigote canoso y muy poblado y una barba rala todavía con algunos pelos rojizos.  Su nariz era aguileña y sus labios portaban sugerencias de sonrisas burlonas o irónicas.  Los ojos eran de un verdor intenso cual si mimetizaran los mares de Borneo.  Vestía un uniforme de khaki y botas de caballería.  Su cabeza portaba un pequeño turbante de color indefinido y que había visto mejores dias.  Sus pasos eran seguros, aunque se notaba algo de la cadencia al caminar que adoptan los hombres que han pasado una vida a bordo de un buque.  Sus ojos, entrecerrados, escudriñaban a su alrededor sin perder el mínimo detalle.

Atardecía.  El anciano caminaba en la playa de Nazare, puerto portugués de pescadores al norte de Lisboa.  A su alrededor había conclaves de mujeres, todas vestidas de negro, que se acurrucaban alrededor de varias fogatas.  Al pasar frente a ellas, el anciano las saluda caballerosamente con un ademan de su bastón.  Las mujeres le sonreían y le echaban una bendición al verlo pasar.  Las mujeres eran las esposas de los pescadores y esperaban ansiosas el retorno de la flotilla de frágiles barcas de pescar en que sus hombres habían salido al mar antes del alba.

El hombre oyó un estruendo mar adentro y de inmediato enfoco su vista al horizonte.  Este se había ennegrecido y se veían destellos de relámpagos.  Era una tormenta que incrementaba rápidamente su furor.

--Por un momento pensé que era la detonación de una culebrina, --maldijo en voz baja el anciano--.  Si no regresa cuanto antes la flotilla de pescadores va a haber varias viudas y huérfanos nuevos.

El hombre produjo tabaco y papel y pedernal.  Con gran habilidad prendió un pitillo a pesar del viento que venia del mar.

--Señor conde, su señoría, --dijo una de las mujeres acercándose y besándole la mano--, esa tormenta nos ha asustado.  ¿Qué será de nuestros hombres?

--No temáis, doña Fernanda, --dijo el anciano reconociendo a la mujer y hablándole con dulzura--.  Vuestro marido, don Eusebio, capitanea la flotilla y es muy buen marino.  Creedme, esa tormenta no es nada.  Ellos han sobrevivido peores, después de todo son portugueses.  Los muchachos pronto regresarán y traerán las barcas rebozando de pesca pues el mar es generoso cuando la tormenta arrecia.

El hombre también conocía que el mar también era cruel.  Pero ¿Qué más podía decirle a la infeliz mujer?  Por siglos los hombres de Nazare se habían adentrado en el mar a pescar en frágiles barcazas.  Los pescadores mismos decían que su tumba sería el mar y cada una de sus esposas sabía que moriría viuda, de ahí que siempre vestían de negro.  Era una vida dura, pensó el anciano, pero aparentemente ese era el designio de Dios, ese tirano misógino cruel e implacable.

Varias de las mujeres habían caído de rodillas y habían producido rosarios.  Sus rezos se iban tornando lastimeros viendo como la tormenta ganaba fuerza.  El mar se había embravecido y las olas se estrellaban violentamente contra la orilla.

El párroco, don Eugenio, era un hombre de generosas carnes.  El anciano lo vio caminando con premura a la playa levantando sus enaguas para no tropezar.  Al llegar entre las mujeres el párroco repartió palabras de consuelo y mostraba un crucifijo que agitaba inútilmente ante las olas, como si Neptuno se iba a apaciguar ante la imagen del crucificado.  Alrededor del cura se arrodillaron varias infelices mujeres que continuaron con renovado vigor el rosario mientras el viento y el mar rugían con más y más furia.

--¡Ea!  ¡Señor conde!  Esto no pinta bien --dijo acercándose un hombrón de barba cerrada--.  ¿Vos no vais a arrodillaros y rezarle al santísimo para que regresen con bien los pescadores?

El anciano sonrió y le dio un abrazo al hombre.

--Don Manuel, señor alcalde --dijo el anciano--, estas infelices mujeres pierden su tiempo.  Rara vez contesta sus rezos el santísimo.  Si por mi fuera sería mejor que le rezaran a Ganesh.

--¿Ganesh?  ¿Y qué clase de demonio indostano es ese, señor conde?

--No es un demonio, don Manuel –contesto el anciano riéndose--.  Y daos de santo que estáis aquí en Europa y no en la India pues si un manti oye que blasfemáis llamando demonio a Ganesh os aseguro que encontrareis una bis cobra en vuestra almohada al retiraros a dormir.

--He oído a vos decir que eso bichos os matan al instante.

--Son malísimos.  Pero desgraciadamente no os matan al instante.  Os hacen sufrir horribles dolores por varios días.  Muchas veces tuve que darle un pistoletazo en el cráneo a uno de mis ministros cuando había sido mordido.  Me daban las gracias antes de morir.  Además, las bis cobra son pequeñas, fáciles de ocultar y un manti puede entrar e introducirlas en el aposento de un infeliz que ha sido señalado como blasfemo.

--¿Cómo?  ¿Son fantasmas esos hombres que llamáis mantis que pueden entrar como Pedro por su casa a cualquier aposento?

--Ni siquiera el palacio de un raja está exento de su ira.  Veréis, los ojos de un manti poseen un fluido magnético que los hace brillar hipnóticamente.  Aun si tenéis guardias vigilando vuestra recamara, con una mirada y un ademan un manti los convencerá de que no lo han visto.  Así de que si los llamáis fantasmas no estáis muy lejos de la realidad.

Don Manuel sacudió la cabeza.  Las palabras del anciano eran dichas en un tono flemático y lacónico, aunque había cierta sonrisa debajo de su poblado y encanecido bigote.

--Con todo respeto, señor conde, a veces creo que abusáis de mi ignorancia y mentís hilvanando esas historias fantásticas.

--Tenéis razón, don Manuel.  Os miento en verdad.  Y es que lo que os he relatado no es sino un pálido reflejo de lo que he visto.

--Su señoría, la verdad es que ya no me importa que es verdad o no o si debíamos rezarle mejor al tal Ganesh.  Vuestras historias tienen ese fluido magnético con que los mantis se cuelan en una recamara pues igual se han colado en el cerebro de los nazarenos.  Cuando regresan los pescadores su mayor placer es juntarse en la taberna a beber y oír vuestros relatos.  Y luego se cuelan, cual mantis, los zagales a la taberna a oír vuestras historias asombrosas.  Vive Dios, señor conde, que todos los jovencitos ya se creen capitanes de praos en los mares de Borneo y suelen andarse dando de cimitarrazos con palos de madera.  Y ahora que nació el hijo de Lucas el joven el viejo don Lucas le armo pleito al cura por no permitir que se le bautizara como “Sudoyana” por no ser este nombre cristiano. 

--¿El infeliz recién nacido se iba a llamar Sudoyana da Silva?  Creo que el cura hizo lo correcto –se rio el anciano--.  Por eso luego ocurren los parricidios.

--Con todo respeto, señor conde, vuestras historias han vuelto loco a los nazarenos.  Pero bien, es una locura maravillosa.  Ahora contadme más, os suplico, sobre ese demonio Ganesh.

--Sois terco, don Manuel, como buen portugués.  Ya os dije que no blasfeméis dudando de Ganesh o llamándole un demonio. Sabed que Ganesh tiene cuerpo humano pero una cabeza de elefante.  No os asombréis de semejante criatura, después de todo es un dios, hijo, creo del mismo Shiva.  Y sabed que Ganesh es más generoso que el crucificado. 

--¿En verdad?

--Seguís blasfemando don Manuel, pero ya os advertí.  Revisad vuestra almohada antes de acostaros a dormir, no sea que ahí encontrareis una bis cobra.  Veréis, si le rezáis al elefante cuando viajáis este os protegerá y evitará que un tigre amidkanebala os despanzurre o que un Thug os estrangule.

--Entonces debemos decirle al cura don Eugenio que hay que rezarle al cabeza de elefante para que regresen con bien los pescadores, --dijo el alcalde don Manuel sonriendo.

--¡Vive Dios que no! –se rio el anciano--.  Capaz que el cura don Eugenio hara que me quemen con leña verde por sugerir esa blasfemia.  De por si ya me ha denunciado desde el pulpito por ser un hereje y un “pirata”.  En ambas cosas, por cierto, don Eugenio tiene razón, no lo niego.  Además, no veo razón para invocar a Ganesh para que proteja a la flotilla.  Los pescadores de Nazare son hombres duros y hábiles que sabrán lidiar con esa tormenta.  Y creo que no hay flotas de Thugs en estas aguas, aunque si he visto muchos buques británicos y estos son igual de nefastos.  Pero despreocupaos, don Manuel, ya no soy el hombre de antes.  Si no, acaudillaría a los pescadores y sus barcas para tomar por asalto un vapor que lleve la bandera del leopardo británico.  ¿Os imagináis el terror que causarían en estas aguas los sanguinarios piratas de Nazare?

--Pero se ve de muy mala facha esa tormenta –apunto el alcalde a pesar de la jovialidad del anciano.

--¿Qué queréis?  Así es el mar. 

Luego el anciano relato parte del poema de Camoes:

Á no largo Océano navegavam,
As inquietas ondas apartando;
Os ventos brandamente respiravam,
Das naus as velas côncavas inchando;
Da branca escuma os mares se mostravam
Cobertos, onde as proas vão cortando
As marítimas águas consagradas,
Que do gado de Proteu são cortadas.

--Ah, cierto, su señoría, reconozco las Luisiadas que vuecencia tanto nos ha recitado.  He jurado esforzarme más en aprender a leer, señor conde, cosa que a duras penas hago, pues quisiera algún día leer entero y por mí solo ese poema –dijo el alcalde con humildad.

--Haced tal, don Manuel, y haréis aún más orgullosa vuestra sangre.  En fin, yo me retiro.  Ved a mi hija ahí en el malecón.  Me hace señas de que regrese, no sea que haya rinocerontes embistiendo furibundos entre estas dunas y uno de esos bichos me vaya a despanzurrar con su cuerno.

--Que tenga buen día, señor conde.

--Escuchad, si hoy resulta que hay viudas nuevas, hacedme una lista con los nombres e incluid cuantos hijos tienen.  Me asegurare que reciban ellas y sus huérfanos una pensión vitalicia, tal y como siempre lo he hecho.

--Ganesh no le llega a los talones en generosidad a su señoría.

--Seguís blasfemando don Manuel –sonrió el anciano.


--No se preocupe, señor conde, revisare bien mi almohada esta noche.

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