II. La Devota de Kali

Kali
II.     La Devota de Kali


--Padre, en cuanto acabe de revisar los viñedos os busque en todo Nazare –dijo una mujer alta y esbelta aproximándose al anciano.  La joven era guapísima y vestía traje de montar: jodphurs, una blusa blanquísima, una faja de seda azul que marcaba su minúscula cintura, y calzaba botas altas de montar.  Su piel era muy oscura y una negrísima cabellera le caía a sus espaldas.  La marca roja de los devotos de Shiva se veía en su frente arriba de una elegante nariz aquilina en la cual portaba un pequeño anillo.  Sus ojos tenían la fosforescencia de los tigres de los sunderbunds.

--Ah, Lakshme, el mar me atrae.  Soy portugués, hija.  No lo puedo evitar –contesto el anciano con dulzura.

--Se acerca la tormenta, padre.  Vais a coger un resfriado.  El doctor Marques os prohibió que os expongáis a los elementos.

--Sabéis lo que pienso de los médicos y demás charlatanes, hija mía.  Solo a vos respeto como galena.  Si por el doctor Marques fuera ya habría muerto hace decenas de años.

La joven sacudió la cabeza. La terquera del anciano era proverbial.  Ella le hizo una señal a un cochero que se aproximó con una magnifica berlina.  La joven ayudo a su anciano padre a subirse a bordo.  Una vez dentro el anciano toco con su bastón el techo de la berlina y dio una orden en voz vigorosa:

--¡Orza la banda!  ¡Tomad rumbo a Mompracem!

--¡A Mompracem entonces capitán Yánez! –contesto el cochero, un viejo criado de la casa que ya conocía los modos del anciano.

La berlina tomo rumbo de manera pausada.

--¿Por qué no vamos más rápido, cornac? –pregunto el anciano-- ¿Qué les pasa a vuestros elefantes?  ¿Tienen miedo del tigre que acecha y mata a los nazarenos?  ¿O sois vos que tiene miedo de que la bestia se suba hasta donde estáis y os arranque la testa de un mordisco?

--Ay padre –respondió la joven--, bien sabéis que esas dos mulas ya están viejas.  No ordenéis que Samuel las azote, pobrecitas, no creo que den para más.

--¿Decís que están igual de decrepitas que yo?

La joven no contesto.  Ella produjo un termómetro y lo metió en la boca del anciano.  Tiempo después observo el resultado.

--¿Me voy a morir? –pregunto el anciano.

--No creo, pero debo cobijaros y poneros en vuestra cama.  Tenéis algo de temperatura.

--¿Me preparareis curry con mariscos y nan con abundante mantequilla para cenar?

--¡Ciertamente que no, padre!  El doctor Marques os impuso una dieta rigurosa.

--Es decir, sin sabor.  Es comida para británicos.  Mejor me muero antes.

--No seáis terco, padre.  El doctor Marques fue mi maestro en la facultad y es muy renombrado.  Mañana partiremos a Lisboa muy temprano.  Marques os va a examinar otra vez.

--Sea.  Si su excelencia el doctor Marques puede en verdad curarme lo viejo, lo feo, y lo bruto seré el primero en proclamar que en verdad es el mejor doctor desde Galeno.  Pero necesitaremos un par de cipayos con carabinas, hija mía, si viajaremos rumbo a Lisboa.

--Callaos padre, el tren a Lisboa sale a las siete de la mañana puntualmente y no permite cipayos armados a bordo, que yo sepa.  Además, ¿dónde diablos los contrataría aquí en Nazare?

--Escucha, hija, ¿si vamos a atravesar los sunderbunds en tren, aclaradme como demonios rechazaremos los amidkanebalas sin una buena escolta?  Esos desgraciados bichos suelen saltar a bordo de los vagones y se meten en ellos.  Mas de un tren ha llegado a su destino con todos los infelices pasajeros despanzurrados por esos tigres inmisericordes

--Ay, padre, ya estáis chocheando –dijo la joven cubriendo al anciano con una frazada y dándole un beso en la frente.

--Y dejadme inspeccionar a los cipayos.  Que se desnuden el pecho.  No sea que uno de ellos traiga la imagen de la diosa Kali tatuada en su pecho.

--¿Kali? Padre os he pedido que respetéis mis creencias.  Kali no es maligna.  Es la diosa de la regeneración.  Ella renueva el mundo después de destruirlo.  Kali representa la naturaleza y si, esta es cruel, pero así es el mundo.

--Hablare con Sudoyana, el rey de los Thugs.  En realidad, el desgraciado no era mala persona, pero si algo fanático e intolerante.  Y ya veis que Sandokan era de pocas pulgas.  No me sorprende que no congeniaran.  Ahora que los Thugs perdieron a Ada, seguramente hay una vacante para una virgen de la pagoda en el Raimangal.  Tienen en los subterráneos una gigantesca estatua de Kali a quien sacrifican molangos y uno que otro británico (esto último le parecía muy correcto al anciano).  Bueno, yo nunca vi ese ídolo, pero tal cosa me la aseguraba Tremal Naik.  Los Thugs os traerán molangos para que los sacrifiquéis.  Viviréis desnuda, cosa recomendable en esos calorones, y pintada toda de azul portando un collar de manos cortadas y un cinturón de cráneos, a imitación de Kali.  Así les podréis rebanarles el pescuezo y sacarles el corazón a los molangos sin que alguien ose interrumpir vuestro rito.  Hacer los cortes requeridos os ha de ser fácil pues sois cirujana.  Hay muy buen acero natural en Borneo para hacer los cuchillos de sacrificio.  No necesitareis usar acero de Sheffield que es una porquería británica a comparación.  Creo que convertiros en la virgen de la pagoda en los sunderbunds os será más interesante que quemarle incienso a la estatuilla de Kali que tenéis en vuestra recamará.

--Señor conde de Gomera o capitán Yáñez como os hacíais llamar –contesto la joven con cierta frialdad--, os suplico, no, más bien os ruego, que no hagáis tal cosa de andar buscando Thugs para que yo sea su sacerdotisa y viva desnuda y pintarrajeada sacrificando infelices en los pantanos del sunderbunds.  Y sabed, señor conde de Gomera, que eso de sacarle el corazón a los sacrificados no es cosa del Indostán sino algo que has de haber leído en alguna historia fantástica sobre Mesoamérica.  Haría bien en quemar vuestra biblioteca, padre, no sea que ahí se encuentren también historias sobre el Amadís de Galia y me resultéis tan loco como el fulano ese de los molinos de viento en La Mancha.  Ciertamente quemare también todas las novelas esas del italiano loco con que os correspondéis.

--Por favor, Lakshme no toquéis las novelas de don Emilio Salgari.

--¡Salgari es un charlatán que nunca ha puesto un pie en la India y escribe toda clase de burradas sobre mi patria! –exclamo Lakshme con indignación.

--Don Emilio no hace sino poner en papel las historias que yo le he relatado en nuestra correspondencia, hija mía.

--Lo pensare pues en tal caso ese don Emilio Salgari no es más que otra víctima inocente de vuestras fantasías, padre.  También, os vuelvo a suplicar, padre, que no os moféis de mi diosa, la cual venero a mi manera, con humildad, y sin andar rebanando pescuezos de los lugareños. 

--Me demostraríais vuestra devoción, hija mía, si le ofrecierais a Kali a cierto cura panzón que vive en Nazare.

Los ojos de la joven brillaron por un momento con indignación.

--¡Padre!  Bastantes líos armasteis demandando al representante del Raj en Madrid exigiendo que los británicos os reconocieran como el heredero legítimo de la corona de Assam.

--Si ese pillo de lord no sé qué no hubiera repartido dineros entre los jueces y mis abogados no hubieran sido tan brutos se me habrían reconocido mis derechos.  La documentación que presente no podía ser refutada.  Mi primera esposa, la rani Sorama, había obtenido el trono del Assam gracias que mande llamar a Sandokan y a sus tigres desde Mompracem.  Fue así como derrocamos al borrachín y asesino del tío de Sorama, el tal Shindia.

--Os estáis agitando, padre –dijo la joven mientras le tomaba el pulso--.  Calmaos, os lo ruego.

Pero el anciano no parecía oír razón y continuaba echando pestes contra la corte madrileña que había fallado en su contra.  La joven finalmente perdió la paciencia.

--Padre, el presentar en la corte en Madrid al pellejo mal curtido y medio podrido de Shindia como prueba de que en verdad erais el raja del Assam fue una burrada.  El más anciano de los magistrados sufrió un sincope al ver esa cosa horrenda y casi se murió ahí mismo en el tribunal.  ¡Los otros jueces no pudieron evitar vomitar al oler el tufo!  ¡Ay padre!  ¡No quiero ni imaginarme como obtuvisteis esa cosa tan horrible! 

--Es muy fácil hija.  Tomáis un cuchillo muy filoso y empezáis a cortar en la espalda, donde el pescuezo se une al cuerpo y así vas poco a poco removiendo el pellejo.  Ayuda si el infeliz ya es difunto porque luego se mueven mucho y se dificulta la tarea.  Luego conserváis la piel curtiéndola y sahumándola, aunque me temo que no lo hice correctamente por las prisas y porque no tengo vuestra destreza con el bisturí.  Pero tenéis razón, hija, fue un error presentar esa prueba contundente que habría convencido a cualquier corte en el Indostán de que hablaba con la verdad.  Sabéis, hija, sospecho de Teotokris, ese griego maldito que era mi enemigo jurado.  Seguro que el desgraciado mal aconsejo a los jueces madrileños.

--Padre, os recuerdo que Teotokris se murió en San Francisco, California, podrido en dinero y panzón pues puso una taberna o lupanar ahí.

--¿Un lupanar?  Bueno, no esperaba menos de Teotokris.  Pero sabed una cosa, Lakshme, hija mía, en verdad me importa un comino el trono de Assam.  Solo quería heredaros tal trono y haceros rani del lugar.  Veréis, los hindús, cuya sangre lleváis, a mi entender necesitan ser gobernados por tiranos y vos seríais una tirana inmisericorde y cruel y, por lo tanto, una rani excelente.  Igual lo fue mi esposa, la rani Sorama que gobernaba Assam.  Solo después de que murió Sorama conocí a su hermana, Padme, vuestra madre, que en paz descansé.  Pero a ambas ame por ser mujeres formidables, inteligentes, crueles, y hermosas, igual que vos.  Tenéis la sangre de reinas, hija mía, y me temo que también la del loco y asesino ese de Shindia.  Quiero daros un trono antes de morir para que inauguréis un reino de terror y sangre peor que lo que los disque muy civilizados franceses hicieron en el 93.  En el Indostán actuar así dará estabilidad a vuestro régimen.  Seguro Sudoyana y los Thugs os apoyaran si se enteran de que sois devota de Kali.

--Padre, el tal Sudoyana, rey de los Thugs, murió hace mucho tiempo.  Y los Thugs ya no existen.

--¿Tan segura estáis hija mía que ya no hay Thugs que estrangulan a viajeros?  ¿Creéis que esas junglas, esas razas belicosas que pululan en la India, esos pantanos donde pululan los tigres amidkanebala y se enroscan en los tamarindos las letales cobras serán domesticadas?  Prohibid entonces que los hombres sueñen, hija mía, pues esos lugares legendarios de mi juventud están hechos de la misma sustancia que los sueños.  Y es por esa razón por la que los hombres se aferran a esos sueños y los prefieren sobre la realidad y las mediocridades burguesas de esta.  No Lakshme, hija mía, la India que conocí era elegante y limpia o bien sucia y mal oliente, caballerosa y cruel, podrida en la más espantosa pobreza además de riquísima, civilizada y salvaje, y ascética y depravada.  Si esa India ya no existe pues en tal caso ya no es la India y no vale un sueño.  No, hija, sería como decir que la India se convirtió en una aburrida Helvecia o Suiza –se rio el anciano--, donde los rubicundos burgueses ahí no estornudan si no tienen un permiso con la rúbrica del magistrado con todos los sellos en orden.  Lo admito, hija mía, mi India existe en los sueños, si, mis sueños.  Mi India desaparecerá cuando yo muera, pero seguramente le dará indigestión a los gusanos que se comerán mi cerebro y los sueños que ahí residían.  Pero sabed esto, hija mía, mi India morirá rebelde e indómita y sin haber sido domesticada, como un tigre que, herido de muerte, salta en el lomo de un elefante y antes de morir despedaza a los cazadores en el houdah.  ¿Por qué os asombráis, hija mía, de que tal es la fuerza de esos sueños que su zarpazo impacta nuestra realidad aun después de que muere?  Moriré pronto, sí, pero moriré contento pues habrá valido la pena haber vivido en esa India, hija mía, haberla soñado, haber amado ahí y haber derramado sangre y mi sangre y mi semilla en su suelo. 

Una lagrima se vio en un ojo del anciano, lo cual incremento su enojo y frustración.

--Padre, no os agitéis –dijo la joven suavizando su voz--.  Os daré un sedante y podréis soñar esta noche.

--Dejadme hacer un pitillo, hija, tengo que pensar como contactar a los Thugs y conseguir su apoyo para vuestro gobierno.  En Lisboa iremos al muelle a ver si ha llegado un buque desde Calcuta.  Hablare con la tripulación y veré que noticias me dan.  No sé quién diablos gobierna en Gauhati.  Seguro es un pelele británico.  No veo razón por la que no lo podríamos tumbar.  Comprare armas en Singapur.  Y luego tendremos que ir a Borneo a reclutar un ejército de dayakos.  Les prometeré que pueden quedarse con cuantas cabezas cosechen en la guerra y os aseguro que miles se unirán a nuestra causa. 

--Nada de tabaco, padre, os está prohibido –dijo la joven quitándole la bolsa con el tabaco y el papel al anciano y luego aventándola con desdén al camino.

--Entonces –dijo el anciano buscando en un recoveco de la berlina.

--No encontrareis lo que buscáis, padre.  Me deshice de eso que llamáis tabaco mejicano.  Os ha trastornado el cerebro y huele a mil rayos.

El anciano callo por unos minutos aparentemente desinflado por la humillación.  Ya anochecía.  A lo lejos se oía el fragor del mar y el retumbar de la tormenta.  La berlina había salido de Nazare y se dirigía a una fortaleza o castillo, el antiguo señorío de los condes de Gomera, que se divisaba en una altura sobre un precipio que enfrentaba al mar.

--Mompracem –murmuro el anciano.

--Pronto llegaremos, padre.

--Hija mía, ¿todavía deseáis ir a especializaros en la Sorbona? –pregunto el anciano con vos lucida y segura.

--Si, padre.  El doctor Marques es egresado y conoce a facultativos ahí y con su recomendación no tendría problema en ser aceptada.  Quiero especializarme en enfermedades tropicales.  Hay mucho que investigar.

--Estáis perdiendo el tiempo entonces atada aquí cuidando a un anciano terco, bruto, y tan poltrón que no se muere de una buena vez.  Tenéis un futuro brillante como médica especialista y no necesitáis de reinar el Assam desde un trono bañado en sangre, por muy divertido que sería hacer tal cosa.

--No habléis así, padre.  Os llevare conmigo a oriente a recaudar bacilos para investigarlos.  Os necesitare conmigo pues yo nunca he estado en el Indostán.  Veréis, la malaria mata millones de almas ahí. Seguro que hay un vector que la propaga, y este todavía no se ha identificado.

--Si me muero ya será lo mejor.  Soy un estorbo para vos.

--Los dioses deciden cuando y como nos vamos a morir, padre.  Y conociéndoos seguro reencarnareis como un tigre en los sunderbunds.  Así que no os preocupéis por la muerte pues así tigre luego moriréis panzón habiéndoos empachado comiendo molangos.  De ahí que los dioses decidirán como reencarnareis, padre mío.  Estos no son asuntos de nosotros los mortales así que no amerita preocuparse por ello.

--Prefiero reencarnar como un rinoceronte, hija mía.  Tienen la piel durísima.  Solo los podéis matar si les acertáis un tiro en un ojo.

--Nilgo, tigre, elefante, rinoceronte, serpiente, orangután o búfalo, os digo padre mío que los dioses decidirán en que reencarnaremos cuando llegue la hora.  No os agitéis por ello.

--Cualquier cosa menos un inglés, hija mía.  Me daría un tiro yo mismo en cuanto renaciera.

Pronto arribaron al castillo.  Este estaba en muy buen estado de conservación.  Yáñez poseía amplios tesoros: cestos rebosantes con perlas de las filipinas, cajas con barras de oro del Assam, costales llenos con esmeraldas de Borneo, y baúles repletos de diamantes de Ceilán.  Eran los frutos de toda una vida de piratería (y de desplumar la tesorería del Assam).  Teniendo los medios, Yáñez había puesto mucho esmero en restaurar la antigua sede de sus ancestros que anteriormente era tan solo una ruina medieval y tétrica.  El castillo contaba con luz eléctrica y las habitaciones presumían de amplias chimeneas, siempre prendidas, que hacían habitable el castillo a pesar de que estaba expuesto a los crueles vientos que soplaban desde el atlántico.

Un sequito de criados les dio la bienvenida.  Entre estos sobresalía un gigante de barba cerrada, aunque ya canosa, piel oscura, imponente turbante enjoyado, mirada fosforescente y que portaba el vistoso uniforme de los Brahmaputras, una de las razas más belicosas de la India que tradicionalmente se solían rentar como mercenarios.

--Ah mi fiel Sirdar –dijo Yáñez reconociendo al Brahmaputra gigante que tan bien le había servido en el Assam--.  ¿Qué noticias?

--Todo en orden, su señoría.  Los ingleses no se han atrevido a amagar a Mompracem.  Cuando sus buques pasan este punto ven brillar las espingardas con que habéis fortalecido las almenas y prefieren seguir su camino.

Yáñez le hizo subrepticiamente una señal al Brahmaputra indicando que quería fumar.  Sirdar le echo un rápido vistazo a la doctora que estaba distraída hablando con las cocineras del castillo. Luego Sirdar extrajo una bolsa con tabaco, papel, y pedernal y la introdujo hábilmente en una de las bolsas de Yáñez.

--Me temo que se nos acabó el betel –murmuro Sirdar--, y seguramente la doctora no permitiría que su señoría lo usara.

--Iré a Lisboa mañana –contesto Yáñez también entre murmullos--.  Hay un mercader ahí que tiene viandas de oriente.  Veré si hay betel ahí.

--Algo traman ustedes dos –dijo sotto voce Lakshme--, os conozco.  Iré a supervisar vuestra cena, padre mío.  Y si, será tan insípida como la que come la reina británica.

--Por lo menos permitidme algo de vino, hija mía –contesto Yáñez--.  Acordaos que fui bautizado por la santa madre iglesia católica, aunque hoy soy un pagano devoto de Shiva y de Ganesh.  Dicen que el primer milagro de Cristo fue hacer vino.  No puede este ser tan malo.

--Bien, algo leí que un vaso de vid no os perjudicara, padre.   

--O un tody con sherry, si tenéis misericordia, hija mía.  Después de todo hasta la reina británica lo toma.  Hace más tolerable lo que ella come, si es que a eso se le puede llamar comida.

La joven se alejó sacudiendo la cabeza.

--Sabed algo, Sirdar –dijo Yáñez mientras prendía un pitillo.

--Dígame su señoría.

--El clima en la Gran Bretaña es horrible y su cocina lo es igual.  ¿Sabéis por qué los británicos se adueñaron de la India?

--Su señoría, algunos dicen que querían civilizarnos.  Otros afirman que son una raza codiciosa que quería robarse las riquezas de mi patria.

--¡Pamplinas Sirdar!  Vuestra civilización es milenaria.  ¿Qué diablos os iban a enseñar esos británicos salvajes e ignorantes?  No, Sirdar, los británicos podían haber comerciado y aun así hincharse de plata con las riquezas de la India, tal y como hicimos nosotros los portugueses a través de Goa.  Estoy convencido que los británicos se apropiaron de la India para poder huir del clima horroroso de su miserable isla y para poder disfrutar de una culinaria decente.  Finalmente, no tenían que comer y beber cosas que sabían a pellejos sofritos en meados mientras se les congelaban los ijares.

Sirdar medito por unos momentos.

--Suena lógico, su señoría –contesto Sirdar sonriendo--, aunque, gracias a la misericordia de Shiva, nunca he tenido la necesidad de probar pellejos sofritos en meados.  Y soy de Bangalore, su señoría, y que yo sepa ahí el calor es tal que nadie se ha congelado los ijares.

--Sirdar, mi descripción de la culinaria británica es acertada.  Y puedo atestiguar que el tiempo que estuve en Asia jamás estuve en peligro de que se me congelaran los ijares.  Si admito ser parcial al whisky de los escoceses, tal vez lo único rescatable en esa isla miserable.  Hablando de Shiva, es evidente que este me ha bendecido de viejo con la sabiduría que me hubiera servido mejor cuando era joven.  ¿Hoy, de qué diablos me sirve ser tan sapiente?

--Su señoría tiene razón por supuesto.  Ah, pero antes de que os retiréis a comer vuestros pellejos sofritos en meados debo advertiros que tenéis un visitante.  No quise anunciarlo en presencia de la doctora.  La conozco bien.

Yáñez lo vio fijamente y sonrió.

--Sirdar, también vos os estáis haciendo sabio con la edad.  Carajos, pronto los bardos cantaran de que este castillo es la reencarnación de la escuela de Atenas que pinto Rafael.  Llevadme donde esta esté visitante.  Me intriga saber quién quiere hablar con el conde de Gomera si hoy ya ni los perros me ladran.

Sirdar llevo a Yáñez a una suntuosa sala adornada con trofeos de cacería, pinturas antiguas (ilustrando el Kama Sutra) que habían sido hechas por artistas mogoles, y una amplia chimenea que la calentaba.  Un hombre se incorporó e hizo una caravana en cuanto Yáñez entro.  El hombre era alto, flaco, vestía una amplia y elegante bata, y calzaba un par de babuchas con incrustaciones de oro.  El visitante estaba rapado, pero portaba una larga coleta.  Su piel era cobriza y sus ojos eran rasgados.  La cara mostraba ciertas arrugas y el bigote era ralo y mostraba algunas canas.  El visitante, pensó Yánez, tendría unos cuarenta y tantos años y mostraba una buena condición física.  Era obviamente un chino.

--¿Tengo el honor de hablar con el señor conde de Gomera, conocido también como el capitán Yáñez? –dijo el chino en un inglés perfecto y pulido con acento de Oxford.

--Tal soy, todavía, aunque pronto espero morir y reencarnar en un rinoceronte malhumorado.  ¡Y vive Dios!  ¡Caballero, sois un chino!  ¡Sed bienvenido! ¡Cualquiera que no sea inglés es mi hermano! 


Todo esto lo dijo Yáñez en cantones y luego hablando en hindi le ordeno a Sirdar que trajera viandas propias para recibir a un hijo del celeste imperio. 

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